Del espacio a los pies bien puestos sobre la tierra. Tabor y Calvario (II Domingo de Cuaresma. Ciclo B).



Era 1985 y Jeffrey A. Hoffman, leía, durante su misión en el espacio aquel pasaje de Daumal, escrito en la década de los veinte: «No se puede permanecer en la cumbre eternamente, hay que descender de nuevo. Por eso ¿qué sentido tiene preocuparse por el primer puesto? Precisamente por eso. Lo que  está arriba no sabe lo que está abajo, pero lo que está abajo no sabe lo que está arriba. Uno escala, ve, desciende. Luego, ya no ve nada más. Pero ha visto. Hay un arte de  conducirse a sí mismo en las regiones bajas por el recuerdo de lo que uno ha visto en las  regiones altas. Cuando no se puede ver ya, se puede seguir sabiendo, por lo menos, que  existen las cosas de arriba»[1]. Es importante haber visto, saber que existen las cosas de arriba.  Aunque ya no se vean. Algo asín sucede con la Transfiguración del Señor. Pedro, Santiago y Juan, cuando bajaron del Tabor sin duda estaban abatidos. Después de haber visto al Maestro lleno de gloria, de esplendor y de luz, tienen que hundirse nuevamente en el drama de lo cotidiano, que a veces resulta hasta vulgar. Ven a Jesús que desciende de la montaña, solitario. Lento y cotidiano. Tal vez cansado. Es el mismo de siempre y –como  siempre, últimamente- empieza a hablar de humillación y de muerte. Les prohíbe, además hablar de la experiencia que acaban de vivir. Había, sí, motivos para la tristeza. A nosotros también nos pasa lo mismo ¡y cuánto nos cuesta descender del monte! Sin embargo ¿Quién puede arrebatarnos las certezas que conservamos en el fondo del alma? Pasan los años, vino el vendaval del Calvario y  de la Cruz y allá muy adentro, brillando, quedará un resplandor: el  recuerdo de la Transfiguración, de los encuentros tan personales con el Señor. Gracias a eso es que podemos conducirnos en las regiones bajas: por el  recuerdo de lo que vimos en la cima. Y aún con todo ¡Qué difícil, bajar de las alturas! Ahí en la cabeza y en el corazón sin duda revolotean las mismas palabras de Pedro: “¡Qué a gusto estamos aquí! Hagamos tres chozas”[2]. Pero no. Es urgente bajar. Hemos de estar entre los hombres. Hemos de aprender a hablar con el triste, con el solo, con el que tiene incluso las manos manchadas. Vencer esa repulsión natural hacia lo feo y lo vulgar. Aprender  a transitar los caminos de la tierra con amor, como San Francisco. Hacer lo imposible para que el Tabor baje al valle, para que hunda en el valle sus raíces. Sin apagar el recuerdo de aquella luz de arriba, reconfortante y segura. Convencidos de que la vida cristiana no es comodidad, sino tensión; no es seguridad, sino  riesgo; no es evasión, sino cruz. El Evangelio de este domingo de Cuaresma, el segundo, es una invitación a la esperanza, pero también a la realidad de una  existencia consagrada al cambio, al crecimiento. Al crecimiento y a la transformación del  hombre, de la comunidad y de la Historia • AE



[1] René Daumal (1908 –1944) fue un escritor, ensayista, traductor y poeta francés.
[2] Cfr. Mc 9, 2-10.

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