Mi Ego y mi perfección (XXX Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C)



Las lecturas de hoy nos hablan de cómo podemos orientar nuestra relación con Dios. El Señor dice ésta parábola por algunos que "teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás". La parábola habla por sí misma. La hemos escuchado muchas veces y es posible que al hacerlo hoy de nuevo, nos resbale un poco. Es como agua pasada. ¿A cuál de éstos dos personajes nos parecemos más? Hace muchos años que leo el evangelio y lo predico, sé que debo evitar la actitud de autosatisfacción y desprecio de los demás, e imitar la actitud humilde del publicano pero ¡ay cómo sale el fariseo que está escondido en mí! Siempre se me ocurre pensar que hay gente peor que yo (porque no hago lo que ellos hacen) y tiendo a sobrevalorar lo que yo hago (me siento satisfecho por esto o aquello). El fariseo es el personaje consciente de su buen comportamiento, que compara y enjuicia precisamente en base a su cumplimiento. Es perfecto. El publicano en cambio es consciente de su mal comportamiento. Por eso no compara, ni enjuicia; cree tener siempre obligaciones, nunca derechos sobre los demás; se da cuenta de que el mal no está solamente fuera, sino dentro de él, que no tiene las manos limpias, que no puede echar la culpa solo a los demás, sino que tiene que convertirse, cambiar personalmente. En realidad la única arma que tenemos contra nuestro ego y nuestro orgullo es una actitud como la del publicano: reconocer con sencillez que somos unos fariseos. Vistas así las cosas nuestra oración podría ser esa tan entrañable: “Señor, ten compasión de este fariseo que hay en mí” ¿A qué es debido que Jesús se ponga, digámoslo así, del lado del publicano? A que aquel hombre se presenta delante de Dios reconociendo que todo lo que hace no está bien y no puede atribuirse ningún mérito; todo debe esperarlo de la bondad del Padre. Por el contrario, el fariseo va por la vida como esperando que el propio Dios lo felicite por lo derechito que camina. Nuestra oración –nuestra relación con Dios- no puede ser la de un ser humano satisfecho con lo que hace, pagado y lleno de sí mismo y que al final se presentará delante de Dios para que mire sus libros de cuentas y los apruebe, sino más bien la del peregrino que sabe que le queda todavía mucho que andar, por desagraviar y por sembrar, esperando siempre más de Dios que de sí mismo. El fariseo se presentó delante de su Dios para gracias por el hecho de ser justo, por cumplir estrictamente y con creces la Ley de Dios. El publicano para suplicar el perdón por su pecado. Gran diferencia • AE

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