La miel y la hien en el día a día (XXV Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo B)



La enseñanza de Jesús sobre la humillación y la cruz es quizá a la que nos resistimos con mayor obstinación. Mientras Jesús camina pensando en los sufrimientos que le esperan, los discípulos van detrás discutiendo sobre quién de ellos era el más importante. Jesús mismo había hecho sus distinciones entre ellos: primacía a Pedro en Cesárea, subida al monte de la transfiguración e ida a la casa de Jairo con Pedro, Santiago y Juan pero luego pondrá las cosas en su sitio: llamará a un niño y lo colocará en medio de los discípulos, en un gesto, como solían hacer los antiguos profetas, para hacerlo centro de atención y modelo para los apóstoles. Y nos pasa lo mismo que a los apóstoles, nos repugna el fracaso, la humillación, la cruz. No acabamos de entender el simbolismo del grano de trigo que tiene que morir para que haya espiga; una espiga que el grano nunca verá[1]. La resurrección tiene una dificultad muy seria para creer en ella: que viene siempre después de la muerte (como la espiga del grano), y nos resistimos a morir a nosotros mismos. Los cristianos de hoy no admitimos ni a un Dios sin gloria ni a un jefe sin prestigio. Nos las hemos ingeniado para camuflar la realidad de Jesús crucificado y hasta inventándonos un Dios que compense nuestras limitaciones: como somos míseros, nos imaginamos un Dios rico; como somos débiles y sufrimos, necesitamos un Dios fuerte e impasible. Olvidamos que Jesús desacralizó el poder, la autoridad, el dominio, el prestigio, el dinero y nos enseñó que para llegar a Dios es imprescindible rechazar todas esas cosas, que basta con amar y servir cada día un poco más, que podemos imitar al Padre, parecernos cada vez más a él, sin salirnos de las ocupaciones diarias, sin cambiar de lugar. Que la omnipotencia de Dios, en fin, es de amor, no de fuerza y de autoridad, que podemos lograr más unas gotas de miel que con un barril de hiel • AE


[1] Cfr. Jn 12, 20-33.

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