¡Tanto como Cristo amó a la Iglesia! (XXI Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo B).



El texto de la carta a lo efesios que escuchamos en la segunda lectura de éste domingo resulta siempre incomodísimo (sic) de comentar; a much@s les molesta el que el apóstol hable de un sometimiento de la esposa al marido, por tanto no me voy a ir por ahí. Quisiera quedarme en la siguiente frase -Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia- y que el amor por la Iglesia de todos los que celebramos la Eucaristía éste domingo fuera así, como el de Cristo por su Esposa, la Iglesia Católica. Escribo esto habiendo leído durante muchos días noticias relacionadas con el Informe del gran jurado de Pensilvania (Estados Unidos) y me viene a la cabeza el texto aquel –bien conocido por cierto- de Carlo Carreto: «Qué cuestionable eres, Iglesia, y sin embargo ¡Cuánto te quiero! ¡Cuánto me has hecho sufrir, y sin embargo cuánto te debo! Quisiera verte destruida, y sin embargo necesito tu presencia. Me has dado muchos escándalos, y sin embargo me has hecho entender la santidad. No he visto nada más oscurantista en el mundo, más complejo, más falso y no he tocado nada más puro, más generoso, más bello. Cuántas veces he querido cerrarte la puerta de mi alma en la cara y cuántas veces he rogado morirme entre tus brazos seguros. No, no puedo liberarme de ti, porque soy tú, a pesar de no ser completamente tú. Además, ¿a dónde iría? ¿A construirme otra iglesia? No podría construirla más que con los mismos defectos que llevo dentro. Y si la construyo, sería mi Iglesia, pero no la de Cristo. Estoy suficientemente viejo para entender que no soy mejor que los demás»[1]. Los periódicos de los últimos días están lleno de críticas, burlas y reclamos hacia la Iglesia Católica de los Estados Unidos. “Dejo la Iglesia porque ya no es creíble”, dice un titular del New York Times. La verdad es que ninguno de nosotros es creíble mientras esté sobre esta tierra. La credibilidad no es de los hombres, es sólo de Cristo. ¿Quizá la Iglesia de ayer era mejor que la de hoy? ¿Quizá la Iglesia de Jerusalén era más creíble que la de Roma? ¿Cuando Pablo llegó a Jerusalén llevando en el corazón su sed de universalidad, quizá que los discursos de Santiago sobre la circunsición, o la debilidad de Pedro que estaba con los ricos de entonces y que escandalizaba al comer sólo con los puros, podrían crearle dudas sobre la veracidad de la Iglesia, que Cristo había fundando fresca, y hacerle venir ganas de ir a fundar otra en Antioquía o en Tarso?[2] ¿Quizá a santa Catalina, al ver al Papa que hacía una política sucia contra su ciudad, podía ocurrírsele la idea de ir a las colinas de Siena y hacer otra Iglesia más transparente que la de Roma tan espesa, tan llena de pecados y corrupción? ¿Y los Borgia? Tengo para mi que la Iglesia tiene el poder de darme la santidad y está hecha completamente, desde el primero hasta el último, de puros pecadores, ¡y de qué calibre! Tiene la fe omnipotente e invencible de renovar el misterio eucarístico, y está compuesta por hombres débiles que andan a tientas en la oscuridad y se baten cada día contra la tentación de perder la fe. Lleva un mensaje de pura transparencia y está encarnada en una pasta sucia, como sucio es el mundo. Habla de la benignidad de su Maestro, de su no violencia, y en la historia ha mandado ejércitos a terminar con lo infieles ¿Ya se nos olvidó el célebre “¡Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos?”[3]. En mis años del seminario me costaba entender por qué Jesús, a pesar de la negación de Pedro, lo quiso su sucesor, el primer papa. Ahora ya no me sorprende y comprendo cada vez mejor que haber fundado la Iglesia sobre la tumba de un traidor, de un hombre que se asusta por las habladurías de una sirvienta, era una advertencia continua para mantener a cada uno de nosotros en la humildad y en la conciencia de la propia fragilidad[4]. Yo no me voy de la Iglesia fundada sobre una roca tan débil, porque fundaría otra sobre una piedra aún más débil que soy yo. Y si las amenazas son tantas y la violencia del castigo tan grande, más son las palabras de amor y más grande es su misericordia. Diría, al pensar en la Iglesia y en mi pobre alma, que Dios es más grande que nuestra debilidad. Y luego ¿cuánto cuentan las piedras? Lo que cuenta es la promesa de Cristo, lo que cuenta es el cemento que une a las piedras, que es el Espíritu Santo. Sólo el Espíritu Santo es capaz de hacer la Iglesia con piedras que no han sido cortadas como nosotros. Y el misterio está aquí. Este amasijo de bien y mal, de grandeza y de miseria, de santidad y de pecado que es la Iglesia, en el fondo soy yo. Cada uno de nosotros puede sentir con estremecimiento y con infinita alegría que lo que pasa en la relación Dios-Iglesia es algo que sucede íntimamente. En cada uno de nosotros viven las amenazas y la dulzura con la que Dios trata a su pueblo de Israel, la Iglesia. A cada uno de nosotros nos dice: Yo te desposaré conmigo para siempre[5], pero al mismo tiempo nos recuerda nuestra realidad: De la impureza de tu inmoralidad he querido purificarte, pero tú no te has dejado purificar de tu impureza. No serás, pues, purificada hasta que yo no desahogue mi furor en ti[6]. El perdón de Dios, cuando nos toca, vuelve transparente a Zaqueo, el publicano, y limpia a Magdalena, la pecadora. Es como si el mal no hubiera podido tocar la profundidad más íntima del hombre. Es como si el Amor hubiera impedido dejar pudrirse el alma lejana del amor. Halló gracia en el desierto el pueblo que se libró de la espada, nos dice Dios a cada uno de nosotros y continúa: Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti. Volveré a edificarte y serás reedificada, virgen de Israel[7]. Nos dice "vírgenes" aunque vengamos de la enésima prostitución del cuerpo, del espíritu y del corazón. En esto, Dios es verdaderamente Dios, es decir, el único capaz de hacer las cosas nuevas[8]. En otras palabras: si Dios puedo hacer los cielos y la tierra nuevos, ¡Cuánto más no podrá hacer con nuestros corazones! Este es el trabajo de Cristo, y Cristo está en la Iglesia • AE




[1] Carlo Carreto nació en Alejandría en 1910. En 1953 entró a formar parte de la Fraternidad de los Hermanitos de Jesús, de la familia Carlos de Foucauld. En 1954, marchó a hacer su noviciado en El Abiodh Sidi Cheikh en Argelia, en donde, permaneció durante diez años, compartiendo su vida en fraternidad en el Sahara, en la zona de Tamanrasset. Este periodo fue una experiencia profunda de vida interior y de oración, en el silencio y en el trabajo, que marcaría toda su vida y sus actividades posteriores. Murió, después de varios años de enfermedad, en la noche del 4 de octubre de 1988.
[2] Cfr. Hech, 15.
[3] “Caedite eos. Novit enim Dominus qui sunt eius” frase pronunciada, según algunos historiadores, por Amalarico, abad, inquisidor, legado papal y arzobispo francés durante el sitio de la ciudad francesa de Béziers, en julio de 1209, en la cruzada albigense.
[4] Mt 26.31-35; Mc 14, 27-31; Jn. 13, 36-38.
[5] Os 2,21.
[6] Ez 24,23.
[7] Jer 31, 3-4.
[8] Cfr. Apoc 21, 5.

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