Cercano y salvador (Solemnidad de la Santísima Trinidad, 2018)



La primera de las lecturas en este domingo, el que dedicamos a celebrar litúrgicamente la Santísima Trinidad, está llena de preguntas que pueden llevarnos a un buen examen de conciencia: ¿Hubo jamás, desde un extremo al otro del cielo, palabra tan grande como ésta?; ¿se oyó cosa semejante?; ¿hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?; ¿algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, por grandes terrores, como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos?[1]. Nosotros ¿Qué podemos saber de Dios? Decimos que es justo, que es misericordioso; que está allí, que está aquí; que es trino y uno... Pero, en realidad ¿qué sabemos de Él? Hablamos con tanta seguridad de sus perfecciones, de sus procesiones, de sus relaciones; definimos con maestría sus atributos, perfilamos su imagen, pero ¡qué fácil caemos en idolatría o fanatismo! Dios supera siempre nuestros conceptos y nuestros dogmas; Él no es lo que se piensa, y es que a Él -a Dios- no se llega por la razón, sino por el del amor y la experiencia, como el pueblo Israel. Desde el comienzo Dios toma la iniciativa y se va manifestando poco a poco en los acontecimientos de la vida, en los hechos, que terminan siendo salvadores. Adán –y todos los personajes que pueblan la historia de la salvación- experimentan a Dios como algo vivo, como alguien que interpela, como amor que salva. Y eso es lo que hoy celebramos: que tenemos un Dios que se acerca. El Dios del cielo está aquí en la tierra, junto a los hombres. No hay nación que tenga los dioses tan cercanos. Y lo admirable de Dios es que se acerca de manera salvadora, sin coartar la libertad de los hombres. Por eso buena cosa sería hoy hacerle caso a la voz de Dios, que queda recogida en el libro del Deuteronomio que nos dice con fuerza y ternura: Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Guarda los preceptos y mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos después de ti, y prolongues tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te da para siempre[2]. No cabe otra respuesta que la confianza y la fidelidad • AE


[1] Dt 4,32-34.39-40
[2] Idem.

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