Descansar.. ¡en Tí!


No entrarán en mi descanso. Canta el salmista éste domingo. Estas son de las palabras más temibles que jamás te he escuchado, Señor. La prohibición de entrar en tu descanso. Pienso en la belleza y la profundidad de la palabra «descanso» cuando se aplica a ti, y comienzo a comprender la desgracia que será quedar excluido de él. Tu descanso es tu divina satisfacción al acabar la creación de cielos y tierra con el hombre y la mujer en ellos, tu mandamiento del sábado de alegría y liturgia en medio de una vida de trabajo, tu eternidad en la gloria bendita de tu ser para siempre. Tu descanso es lo mejor que tienes, lo mejor que eres, el ocio de la existencia, la benevolencia de tu gracia, la celebración de tu esencia en medio de tu creación. Tu descanso es tu sonrisa, tu amistad, tu perdón. Y ahora las puertas de tu descanso se me abren a mí. Me llaman a tomar parte en las vacaciones eternas. Me invitan al cielo. Me llevan a descansar para siempre. Un descanso tan enorme que uno tiene que «entrar» en él. Me rodea, me posee, me llena con su dicha. Veo enseguida que ese descanso es lo que ha de ser mi destino foral, palabra casera y divina al mismo tiempo para expresar el fin último de mi vida: descansar contigo. Ahora he de entrenarme en esta vida para el descanso que me espera en la siguiente. Quiero entrar ya, en promesa y en espíritu, en el divino descanso que un día ha de ser mío a tu lado. Quiero aprender a descansar aquí, a relajarme, a encontrarme a gusto, a dominar las prisas, a evitar tensiones, a vivir en paz. Pido para mí todo eso como anticipo de tu bendición venidera, como fianza en la tierra de tu descanso eterno en el cielo. Quiero ir ya reflejando ahora en mi conducta, mi lenguaje, mi rostro, la esperanza de ese descanso esencial que le traerá a mi alma y a mi cuerpo la felicidad definitiva en la paz perpetua. ¿Cuántos años me quedan a mí, Señor? ¿Cuántas oportunidades aún, cuántas dudas, cuántas Masás y Meribás en mi vida? Tú conoces bien los nombres de mi geografía privada; tú recuerdas mis infidelidades y te resientes por mi tozudez. Hazme dócil, Señor. Hazme entender, hazme aceptar, hazme creer. Hazme ver que la manera de llegar a tu descanso es confiar en ti, fiarme en todo de ti, poner mi vida entera en tus manos con despreocupación y alegría. Entonces podré vivir sin ansiedad y morir tranquilo en tus brazos para entrar en tu paz para siempre. Que así sea, Señor[1]



[1] C. G. Vallés, Busco tu rostro. Orar con los salmos, Ed. Paulinas y Ed. Sal Terrae,  Santander, 1989.

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