El profeta caprichoso y obediente (III Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo B).


Levántate y vete a Nínive, la gran capital, para anunciar ahí el mensaje que te voy a indicar[1]. Así comienza el libro de Jonás, y él se resiste y huye del rostro de Dios, incluso se embarca para irse lo más lejos posible. Pero Dios persigue a su profeta y Jonás vuelve al camino que Dios le señala. ¿Qué palabra es esa que Dios dirige, que levanta al profeta y éste proclama? Es la palabra de Dios, no la de Jonás. Es una fuerza y no sólo una frase, una verdad. Domingo a domingo la Palabra nos compromete y nos saca de nuestra rutina, nos echa en cara nuestro pecado y nos invita a cambiar de vida. Hoy nuestras ciudades están como construidas para huir de Dios y desentenderse del prójimo: grandes centros comerciales, bardas altas, clubes exclusivos. El que trabaja lo hace para vivir mejor, para consumir, y el que todavía no puede comprar lo que desea; nos pasamos los días soñando con la manera de tener más. La meta de las aspiraciones humanas pareciera ser la de escalar la montaña de los productos del mundo moderno, y qué curioso: el hombre primitivo veía en la montaña un símbolo de la divinidad, el hombre desacralizado de nuestros días se maravilla ante otras montañas, las de las cosas y el poder ¿Quién encenderá el fuego del espíritu dentro de nosotros y nos librará de éste deseo de producir y consumir? ¿Cómo comprender que hay cimas mucho más altas que el simple desarrollo económico? Sólo la Palabra de Dios puede iniciar el milagro. Cualquier otra palabra es paja que se lleva el viento. Detrás de una civilización de consumo está el Reino de Dios, el reino de la paz verdadera, de la justicia y de la libertad. NI la paz, ni la justicia, ni la libertad son posibles sin una vida en la que haya desprendimiento. Desprendimiento, palabra dura, incómoda y a la que le sacamos la vuelta. La vida es corta (…) los que compran, como si no compraran, los que disfrutan del mundo como si no disfrutaran de él[2]. El desprendimiento nos devuelve la paz porque nos ayuda a moderar el deseo de poseer, nos abre los ojos para ver las necesidades del prójimo y nos hace libres de esas cadenas que nos atan a las exigencias, a las cosas del mundo. La Palabra de Dios también nos llama a penitencia, a renovar la mente y el corazón, a superar la mentalidad de consumidores y descubrir de nuevo la vocación con la que hemos sido llamados para entrar en el Reino de Dios. El Reino de Dios es de los pobres[3], nos recuerda Jesús. Con menos en la maleta podemos seguir más fácilmente a Jesús que no tenía donde reposar la cabeza[4]. Los hijos de Zebedeo tenían aquellas redes y aquella barca, era pequeña empresa, sin embargo al escuchar la llamada del Señor lo dejaron todo y lo siguieron, convirtiéndose en pescadores de hombres[5]. Hoy la invitación es la misma: salir de nuestra estupidez, vivir la vida, descubrir al prójimo, vaciar la mochila de los tilichitos de aqui abajo, y llenarla con la alegre esperanza del Reino de Dios • AE



[1] Jon 1, 1-2
[2] Cfr. 1 Cor 7, 29-31.
[3] Cfr. Mt 5, 3-11.
[4] Mt 8,20.
[5] Cfr. Mc 1, 14-20. 

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