Manos que siembran y manos que aplauden.


Con esta parábola del sembrador que hemos escuchado ¡tantas veces! Jesús explica el significado auténtico de la propia misión, y además es como si nos dijera: “sí, soy el Mesías, pero no lo soy de la manera o el estilo que ustedes se imaginan. No he venido a juzgar, sino a salvar. No he sido invitado a poner en su sitio las cosas, sino a iniciar algo. Vengo a dar la señal de partida. Inauguro no el tiempo del juicio, sino el de la paciencia. Mi misión está bajo el signo de la siembra, no de la cosecha”. Y justo por eso es que resalta la figura del sembrador (que es el Señor mismo). La parábola no nos proyecta hacia el futuro, sino hacia el presente. El Reino de Dios está aquí, por lo tanto se trata de comprender el presente en su aparente falta de significado; en no buscar signos de la gloria futura. El Reino de Dios llega, digamos, a escondidas, e incluso a pesar del fracaso[1]. Alguien ha dicho que esta es la parábola de la confianza en el éxito final. No. En realidad es la parábola de la confianza en los comienzos. Lo importante es la siembra, no la cosecha. Jesús nos dice que el Reino es una siembra (no lo que esperan los oyentes: algo terminado, decidido), y que él es el sembrador, que él ha salido para esto, no para otra cosa. Su tarea específica es el sembrar. Ni siquiera es importante saber lo que siembra (no lo menciona). Lo significativo es el acto de sembrar. Con frecuencia nos sentimos angustiados: ¿por qué tanta fatiga desperdiciada? ¿por qué se obtienen unos resultados tan modestos? ¿vale la pena insistir? ¿qué se consigue? ¿para qué tantos esfuerzos, tantos sacrificios, tantas esperanzas vanas? Sí, es la preocupación que todos tenemos por los resultados, por sacar las cuentas. Esta parábola nos ayuda a no quedarnos en las apariencias, en el cascaron de las cosas, a entender que el éxito ya está presente en los fracasos, que la cosecha ya está presente en la siembra. Además, el sembrador no elige el terreno. No decide cuál es el terreno bueno y cuál es el desfavorable, cuál apto y cuál menos apto, cuál del que se puede esperar algo, y cuál por el que no vale la pena esforzarse. El sembrador no separa el terreno en bueno o malo. El terreno se revela en lo que es, después de la siembra, no antes ¡Ay si todos los cristianos recordásemos esto! Nuestro quehacer no consiste en clasificar la tierra ni en trazar el mapa de las posibilidades (¡Ay esos planes de pastoral a veces tan llenos de nada y tan faltos de amor!). Los cristianos hemos de probar todos los terrenos y regar la Palabra por todas partes, debemos aprender a malgastar la semilla, a hacer numerosos gestos inútiles. Y desde luego a no olvidar que la semilla, que es la Palabra, tiene el poder de transformar el terreno: puede romper las rocas y abrirse un paso en el camino difícil. La parábola no nos cuenta que la semilla se resigne a las condiciones que encuentra. La palabra es creadora. También del terreno. Basta dejarla obrar. Es la Palabra la que puede transformar nuestro corazón de piedra en un corazón de carne[2]. La semilla se pierde sólo cuando se queda en las manos cerradas de un sembrador cobarde que no sale para no poner en peligro la palabra[3]. «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien»[4]. ¿estamos abiertos a ser sembradores y a esparcir la Palabra –o el bien que esté en nuestras manos hacer- sin esperar aplausos y trofeos? • AE



[1] Cfr. G. Bornkamm, El Nuevo Testamento y la historia del cristianismo primitivo, 1975; Estudios sobre el Nuevo Testamento, 1983; Pablo de Tarso, 2002 (6a. ed.)
[2] Cfr. Ez 36, 26.
[3] Cfr. A. Pronzato, El Pan del Domingo. Ciclo A. Edit. Sígueme, Salamanca 1986, p. 167 y ss.
[4] Papa Francisco, Evangelii Gaudium, n. 2.

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