El júbilo y la Alinza de Dios

Anónimo, Cristo convierte el agua en vino en Caná, marfil, s. IX, 
Victoria and Albert Museum (Londres) 

En Caná aún no había llegado tu hora de ser tú mismo el vino de las bodas. Pero, para  que supiéramos que la hora estaba cercana, nos has dado el signo del agua cambiada en  vino, como signo del vino convertido en tu sangre, derramada en la cruz para la redención  del mundo. (...) Había allí seis tinajas de piedra puestas para las purificaciones de los judíos[1].  Seis, es el número del hombre, el símbolo del esfuerzo humano: agua ordinaria e inerte.  Esta no es el agua que mana en vida eterna sino el agua de la ley mal entendida, de la  purificación exterior. Vas a partir de nuestras pobrezas e incapacidades para que realicemos nosotros mismos nuestra propia santificación, y vas a hacer de eso el vino de  las bodas. Nos vas a hacer superar nuestros legalismos que de nada sirven: esto está  permitido, esto está prohibido; el matrimonio es indisoluble; ir a misa los domingos es  obligatorio; no debes tomar la píldora; si eres un cristiano actual, debes preocuparte del  tercer mundo. Nos vas a mostrar que todo eso no tiene ningún sentido si no se vive en el  amor de Dios que transforma. Tú nos propones no la purificación exterior, la del parecer, sino la interior, la del corazón, la del ser, es decir la que se vive contigo y en ti. El agua que sacan los servidores se convierte en el agua de tu misericordia. Aquella con la que, en la superabundancia de tu amor, lavas los pies de los hombres, los de Pedro y los  de Judas. Es el agua de la reconciliación y de la purificación que transforma nuestra vida y  transfigura nuestro ser, el agua y el vino por los que nuestra pareja se troca  verdaderamente en signo de tu amor. Por eso el matrimonio se celebra en la Iglesia; no por  obedecer a una regla sino para que los hombres vean algo de tu amor. Y por eso no puede  romperse el matrimonio; no por encerrar al hombre en una obligación legal sin significado sino porque tu amor no tiene retorno y dura eternamente. Y por eso también asisten a los casados unos testigos, no por la preocupación jurídica de afirmar que el matrimonio ha tenido lugar sino como testigos de los hombres que se interesan por este matrimonio, que  prometen hacerlo todo para que esta pareja sea auténtica, fuerte y duradera, a fin de que el  mundo crea en tu amor incansable, fiel y transformador y transfigurador. El agua que sacan los servidores se convierte en ese vino, por el que cada una de nuestras actividades humanas y nuestra vida misma, hasta en la muerte, es signo de tu amor, puesto que no existe para el que cree en ti ninguna actividad profana, ya que en ti  todo es amor: la vida de la religiosa y la del director general, la del sacerdote y la del  minero, la de la soltera y la de la pareja, la del niño y la del anciano. Todo cuanto hagáis,  de palabra y de boca, hacedlo en nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a  Dios Padre[2]. Tanto si tenéis hijos, como si no los tenéis; si vivís  desahogadamente como con dificultades; si tenéis un oficio como si estáis en el paro o  jubilados. Los hombres, preocupados por las bodas humanas, no conocen la potencia del agua  transformada en vino. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como  ignoraba de dónde era... llama al novio y le dice: "Todos sirven primero el vino bueno y  cuando ya están bebidos, el inferior"[3]. Falsa prudencia de los hombres:  aprovecha bien el presente; aprovecha tu juventud; el vino se va a acabar, bebamos, pues la vida es corta. Los invitados al banquete ignoran la procedencia del vino: los sirvientes, los que habían  sacado el agua, sí que lo sabían[4]. Lo saben porque sirven. En el centro hay  siempre una acción transformadora y redentora conocida por tus servidores y desconocida  de tus beneficiarios. La Iglesia sabe que sirve y de qué la viene la posibilidad misma de  servir y el verdadero contenido de ese servicio. Este no es el vino barato de los amores  limitados y de las alegrías exageradas, sino al vida del júbilo y de la Alianza de Dios, el vino  de las bodas del Cordero. La pareja cristiana sabe que sirve y de dónde le viene la  posibilidad de servir y de amar, así como el contenido de su servicio y de su amor de  hombre y de mujer. Este no es el vino barato y agrio de un placer egoísta y limitado; es el  vino del amor que se supera más allá de las apariencias y que no renuncia jamás a pesar  de las infidelidades. Quien cree en ti, Señor, sabe muy bien que es un servidor y de dónde le viene la posibilidad de actuar y de servir, así como el contenido de su acción y de su  servicio. Este no es el vino degradado de la voluntad de poder, de la riqueza o de la gloria  vana, sino el vino nuevo del hombre al que asocias a tu divinidad. Mira, Señor, a todos los que todavía lo ignoran. Escucha a tu Iglesia que no dice solamente lo que sucedió antaño sino que con María, intercede en el presente, fiándose de ti. Manifiesta tu gloria por nosotros, tu servidores, si así lo quieres, y ellos te creerán • A. Grzybowski, Bajo el signo de la alianza, Ed. Narcea, Madrid 1988, p. 133 ss.






[1] Jn 2, 6
[2] Col 3, 17.
[3] Jn 2, 9-10.
[4] Idem. 

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