Vigésimo tercer Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C.



Juan de Valdés Leal, Jesucristo camino del Calvario y la Verónica (Hacia 1660), 
óleo sobre lienzo (161 x 211 cm), Museo del Prado (Madrid)
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Todos buscamos ser felices. Por caminos diferentes, con más o menos acierto, pero nos esforzamos por alcanzar eso que llamamos felicidad y que nos atrae desde lo más  hondo de nuestro ser, sin embargo tarde o temprano todos nos encontramos en la vida con el  sufrimiento, experimentando en  nuestra propia carne aquellas palabras de Job: «El hombre, nacido de mujer, es corto de  días y harto de inquietudes»[1]. Los sufrimientos de cada persona son diferentes y pueden deberse a factores  muy diversos. Durckheim nos recuerda tres principales  fuentes donde casi siempre brota el sufrimiento humano. El hombre busca, antes que nada seguridad, y cuando en su vida surge algo que la pone  en peligro, comienza a sufrir porque su seguridad puede quedar destruida. Muchos de nuestros sufrimientos provienen del miedo a que quede destruida nuestra imagen, nuestra  tranquilidad, nuestra salud. Después, el hombre busca sentido a su vida, y cuando experimenta que ésta no significa  nada para nadie ni siquiera para él mismo, comienza a sufrir porque lo demás le parece inútil. Cuánto sufrimiento nace de los fracasos,  frustraciones y desengaños. Finalmente, el ser humano busca también amor frente al aislamiento y la soledad, y cuando se siente incomprendido, abandonado y solo, comienza a sufrir. La fe cristiana no dispensa al creyente de estos sufrimientos; también él conoce, como cualquier otro hombre o mujer el lado doloroso de la existencia, pero tampoco la fe carga necesariamente al cristiano con un sufrimiento mayor que el del resto de los hombres. Lo primero que  escucha el creyente cuando se siente interpelado por Cristo a llevar la cruz tras él no es una  llamada a sufrir «más» que los demás, sino a sufrir en junto con Él, es decir, a «llevar la  cruz» no de cualquier manera, sino «tras él», desde la misma actitud y con el mismo espíritu. Quien vive así la cruz, unido a Cristo y desde una actitud de confianza total en Dios, aprende a vivir el sufrimiento de una manera más humana, y desde luego más plena[2]. Los sufrimientos siguen ahí, sí, con todo su realismo y crudeza, pero con la mirada puesta en Cristo crucificado, el creyente encuentra una fuerza nueva en medio de la inseguridad y la  destrucción; descubre una luz incluso en los momentos en que todo parece absurdo y sin  sentido; experimenta una protección última y misteriosa en medio del abandono de todos. Son las palabras de san Pablo  en aquel que me fortalece[3] • AE


[1] 14, 1.
[2] J. A. Pagola, Sin Perder la Dirección. Escuchando a San Lucas. Ciclo C, San Sebastián, 1944, p. 103 ss.
[3] Cfr Fil 4.13.

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