¡Enciéndenos, Señor! (XX Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C)



El lenguaje de Jesús es duro. En ocasiones, durísimo. Si leemos detenidamente este pasaje, quedaremos desconcertados. No es el lenguaje que usamos nosotros. El, como verdadero profeta, no intenta contentar a nadie, ni despertar el interés de los entendidos. Siempre quiere dejar clara su misión, ahondar en los aspectos que tendemos a olvidar. "He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!". Jesús con esta expresión quiere manifestarnos su actitud interior: la del hombre que vive su misión, su vocación, poniendo en ella el corazón y el espíritu. Aquí no se trata del pequeño y familiar fuego del hogar, tan necesario para cocinar o calentarnos, sino de ese otro fuego que se desata a impulsos del viento y arrasa en pocos minutos todo lo que encuentra a su paso. El fuego de Jesús es el mismo reino de Dios que conlleva en sí mismo un elemento destructor del pecado. Fuego que va quemando las impurezas de los hombres, destruyendo la altivez de los soberbios, acrisolando desde dentro. Este fuego del Espíritu destruye y purifica; es el fuego que, unido al agua, va engendrando una nueva raza de hombres, según el modelo del Padre. Jesús es el portador del fuego de Dios sobre la tierra. En este sentido su misión fundamental consiste en purificar, acrisolando lo que es bueno y destruyendo lo que se encuentra pervertido. En el evangelio de hoy vemos a un Jesús que se impacienta porque no ve el momento en que ese fuego, que vino a prender en el mundo, arda con intensidad. Desea que la voluntad del Padre se cumpla, que llegue a término su misión. Es conmovedor oírle expresar los sentimientos que nacían en su corazón ante la misión que había recibido: ¡es tan raro oír exponer a alguien sus ilusiones más íntimas! ¿Qué sucede si no se enciende este fuego? ¿Cuándo no está encendido? No está encendido cuando vivimos el cristianismo no como novedad original, sino como un agregado más de la sociedad, cuando convivimos sin oponernos a las estructuras que crean en la humanidad un estado de injusticia, de hambre, de violencia. No hay fuego cuando todo sigue igual; cuando los sacramentos no significan más que un acto social, un papel sellado, una fiesta mundana. No hay fuego cuando en la Iglesia repetimos mecánicamente gestos o ritos que no atraen ni interesan…. Jesús encendió un fuego y nos invita a mantenerlo encendido; un fuego que debiera quemar dentro de la Iglesia tantas cosas inútiles, tantos organismos estériles y paralizantes, tantas palabras vacías, tantos negocios sucios... No hay redención, ni liberación verdadera, ni sociedad nueva sin sangre, real o simbólica. Porque siempre tiene que morir algo para que surja lo nuevo. ¿No echado los cristianos, a lo largo de muchos siglos, cubos y cubos de agua sobre este fuego? • AE

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