Nuestro Dios: el que enamora, encandila y seduce (XIII Domingo Ordinario. Ciclo C)



Qué aburridos resultan nuestros sermones cuando los predicadores nos desgañitamos invitando a la asamblea a vivir como cristianos.  Poco nos preguntamos por qué tanta desproporción entre el esfuerzo y los resultados. La tarea de anunciar el Reino no es fácil, cierto, el Maestro tuvo incluso dificultades: tenía un grupo reducido y éstos le abandonaron en los últimos momentos. El mensaje es exigente, y si escondemos o suavizamos esa exigencia, traicionamos el mensaje. Pero como el mensaje no es nuestro, sino que nos viene dado, no podemos alterarlo. Ahora bien, sí que podemos, en vez de intentar imponerlo, presentarlo, ofrecerlo; como hacía Jesús, cuyas exigencias hay que entenderlas más como una súplica que como una obligación: “Sigue siendo cristiano, no te desanimes, sigue en la lucha; yo estoy contigo”. Jesús conoce mejor que nadie los muchos enemigos que nos asaltan en el camino: el dinero, la fama, la seguridad, el prestigio, el deseo de pertenencia a cierta clase social. Por eso no impone: ruega y suplica, invita y ayuda, dejándonos siempre en completa libertad de elegir. Decía Pío XII que la buena voluntad no basta, que no suple la eficacia. Es verdad. Los cristianos hemos de tener buena voluntad, pero al mismo tiempo buscar medios adecuados para el Reino, preguntándonos constantemente qué vale la pena y qué no, y cómo interesar a quienes nos escuchan. Quizá el quid esté en recordar constantemente que nuestro Dios no obliga y ni exige, sino que nos ama y nos da su vida sin esperar a cambio otra cosa más que nuestra aceptación de su don. Que Él no nos mira vigilante y airado, ni nos pide cuentas malhumorado cuando caemos en el egoísmo, sino que, en el colmo de la delicadeza (de la que sólo son capaces quienes están locamente enamorados), nos pregunta: "Hijo, ¿qué te he hecho, en qué te he ofendido? Respóndeme"[1]. Que Dios no nos destruye cuando nos apartamos de Él, sino que reitera su llamada para que sigamos su camino. En el evangelio de hoy escuchamos cómo Jesús reprende a quienes querían hacer bajar fuego del cielo para destruir aquella aldea samaritana poco hospitalaria[2]. Hoy podemos recordar que Dios no necesita nuestro cumplimiento cabal para sentirse "más Dios", y luego agradecernos nuestros buenos servicios. No. Él nos ha amado primero, nos ama desde siempre, nos amará por siempre, y no por nuestros méritos o por nuestras buenas obras, sino por puritito (sic) amor. Buena cosa es tener pues siempre presente que Dios no nos mira desde la lejanía y la distancia; si nosotros éramos indignos de su amor (¡y lo éramos!), envía a su propio Hijo para que se haga uno de nosotros y amarnos con el amor que ama a su Hijo[3]. Dios no nos propone un plan caprichoso y extraño para medir nuestra fidelidad: Él quiere que seamos personas que alcancemos el límite de nuestras posibilidades, pero respeta nuestra libertad para aceptarlo o no; y, aunque le demos la espalda, nos sigue queriendo y sale cada día a los caminos de la vida, con los brazos abiertos, por si nos ve en el horizonte y salir corriendo para tomarnos en sus brazos[4]. Este es el Dios que hemos de dar a conocer, el Dios en quien hemos puesto nuestra fe. Los sacerdotes somos los primeros que deberíamos predicar a este Dios que nos llama a caminar hacia la libertad; los primeros en invitar a descubrir en nuestro corazón el amor de Dios; los primeros en enamorarnos de Él, como Él está enamorado de nosotros. Todo lo demás vendrá solo. Por eso, más que atosigar a la asamblea con el mismo sermón, nuestra tarea es acompañar en el descubrimiento de ese Dios que enamora, encandila y seduce. Solamente por amor seremos capaces de movernos; sólo por amor seremos capaces de seguirle; sólo por amor seremos discípulos. Lo demás, todo lo demás, será un admirable y titánico esfuerzo; pero en realidad dará muy pocos resultados[5]. Estar enamorado de Dios ¡eso es otra cosa! Quien lo vive, lo sabe; quien no lo vive... que abra su corazón, y sabrá lo que es bueno • AE


[1] Mi 6,3. Este es uno de los célebres improperios (en latín Improperia), es decir, los versículos que se cantan en el oficio de la tarde del Viernes Santo en la Iglesia católica, durante la ceremonia llamada "Adoración de la Cruz". La palabra latina improperium significa «reproche». ​ Los Improperios son, de hecho, los reproches de Cristo a su pueblo que lo ha rechazado. Puesto que a cambio de todos los favores concedidas por Dios, y en particular de haberlo librado de la servidumbre en Egipto y haberlo conducido sano y salvo a la Tierra Prometida, le ha infligido las ignominias de la Pasión. Es durante La Adoración de la cruz, después de las diecisiete oraciones, que estos improperios se decían por el coro. A cada favor de Dios en el libro del Éxodo se oponía un episodio de la Pasión de Cristo. El coro repetía como estribillo la aclamación griega "Hagios o Theós" (Ἅγιος ὁ Θεός), de forma más precisa alternando el griego y el latín, en doble coro.
[2] Cfr. Lc 9, 51-62.
[3] Cfr. Jn 3, 15.
[4] Lc 15, 11-31.
[5] L. Gracieta, Dabar, 1989, p. 35.

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