Desde siempre y para siempre (IV Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C).



En la primera de las lecturas de éste domingo, el cuarto del tiempo ordinario, escuchamos el relato de la vocación del profeta. La vocación es en la vida de todo hombre lo que da sentido a toda su actividad. Confundir la vocación puede suponer el fracaso total de una personalidad. Jeremías a los veinte años tiene clara conciencia de cuál sea su vocación. Ha sido llamado para ser profeta de las naciones. Los grandes pioneros del espíritu han dejado constancia de su vocación, de su encuentro con Dios, en el que han comprendido la misión de su vida. Cada uno a su estilo, de forma diferente pero con certeza, seguridad y eficacia. Es una profunda experiencia interior de lo divino y humano en estrecha intimidad inadecuadamente expresada después mediante los medios físicos de que disponemos. La descripción externa es irreal. La experiencia interna tan real como el pan y el agua que comemos y bebemos. Jeremías se sabe conocedor de Dios al mismo tiempo que ha sido conocido por El. Conocimiento que es amor. En el lenguaje hebreo se conoce con el corazón. Este conocimiento amoroso ha hecho de él un consagrado, algo dedicado exclusivamente a Dios y separado de todo lo demás. Aunque fue a los veinte años cuando tomó conciencia de todo esto, fue también entonces cuando descubrió en su intimidad con Dios -Dios se lo reveló, decimos nosotros- que este sentido de su vida estaba ya prefijado desde eterno en los planes de Dios, desde antes de que fuera formado en el seno de su madre. Esto le hace temblar. Se ve sencillamente un hombre. Quisiera ser como uno de tantos; como un niño pequeño que no sabe hablar. Tímido por naturaleza, está muy lejos de ofrecerse voluntario como Isaías. Pero el imperativo divino está por encima de sus sentimientos naturales. "Yo estaré contigo para salvarte". ¡Qué hermosa experiencia de intimidad y presencia de lo divino en lo humano! Yahveh sale responsable de cuanto diga. El pondrá en su boca lo que ha de decir y la fuerza para decirlo. Para ello debe primero purificarla con el simbolismo de tocarla con su mano. Desde ahora su misión está bien clara. Con la antítesis de construir y destruir sabe que deberá enderezar todo camino torcido y profundizar en la revelación, incluso con nuevas revelaciones. Sabe que tiene que hablar porque su conciencia no puede soportar lo que contemplan sus ojos: idolatría, enoteísmo, perversión de costumbres.... Tiene que hablar y tiembla. ¿Y qué hombre no? Es la violencia de esa lucha interior entre las exigencias de la fe y la debilidad humana. Hasta Cristo sudó sangre. Así son los auténticos llamados, los genuinos profetas • AE

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