Fachadas y monedas y ruidos (XXXII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo B)



Las apariencias, como las fachadas de los hoteles de París ¡Ay cuánto engañan! El valor de las cosas no depende de su tamaño, ni de su brillo, ni del ruido que producen. Hay pequeñas cosas, detalles menudos, que de pronto son capaces de convertirse en protagonistas de todo un paisaje. Jesús, como haría un buen director de cine, sabe acercar unas veces su cámara a un detalle que parecía insignificante, y hacer que crezca; otras, en cambio, pasea su mirada con indiferencia, sin detenerse siquiera, sobre sucesos y personas que acaparan la atención y el aplauso de la gente. Y es que Jesús tiene otra manera de ver las cosas, otra escala de valores, una logística diferente a la nuestra. Para Él lo importante no es dar, sino darse. Por eso no lo engaña el ruido que hace el dinero al caer, es un ruido engañoso, porque viene de alguien que da de lo que le sobra. Pero los oídos atentos de su corazón captan un sonido casi imperceptible: el que producen, al caer dos moneditas de escaso valor: las está echando, casi a escondidas, una pobre viuda que da todo lo que tiene. Jesús percibe que ahí está latiendo un corazón; ahí hay alguien que se está dando a sí mismo. En el evangelio de este domingo nos asomamos un pozo profundo: al de la entrega absoluta, al de la confianza plena, al pozo del gran amor. Para Dios, no importa cuánto damos; ¿acaso Él necesita algo de nosotros? Lo que a Él le interesa no es lo que tenemos, sino nuestro corazón. En la medida en que nos entreguemos a los demás en el servicio, en el perdón, en la amabilidad, en la generosidad, en esa misma medida el humo de nuestro incienso subirá hasta el trono de Dios. El dinero no tiene, para Dios, ningún valor en sí mismo[1] pero cuando es expresión de un corazón que ama, cuando es vida que se comparte, entonces toma peso y valor para el Reino. Porque ya no estamos dando de lo propio, menos aún, de lo que sobra sino que es uno mismo el que se está dando. En otras palabras: las riquezas adquieren sentido y valor cuando están unidas al silencio -"el bien no hace ruido y el ruido no hace bien"- a oración, al cariño, al tiempo que dedicamos a los demás, al esfuerzo personal por hacer de este mundo un lugar mejor • AE


[1] J. Guillén García, Al hilo de la Palabra. Comentario a las lecturas de domingos y fiestas, ciclo B, Granada 1993, p. 175 ss.


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