Vivir, amar y creer (XXX Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo B)



Al final de una crisis en la vida de fe hay una encrucijada de donde salen dos  caminos. El primero lleva a un embarcadero donde hay un velero en el que se puede viajar y, mas adentro, arrojar por la borda como algo inútil, un fantasma de Dios que se habían formado desde niños. El segundo es uno más largo. Es un camino en el que vamos buscando, a veces con dolor, el verdadero rostro de Dios. Es un camino en el que a los caminantes se les han roto en mil pedazos las imágenes falsas de la divinidad pero han seguido a Dios. Al final de ese camino hay una especie de jardín sereno y no demasiado Rococó ni Barroco en el que, a pesar de todas sus limitaciones y las vacilaciones que hubo en el camino, viven  la experiencia nueva de creer en un Dios cercano que los despierta cada mañana a la vida  y llena de alegría y de paz su lucha diaria. Quizás, el verdadero secreto para creer en Dios sea saber decir desde el fondo del  corazón, de verdad y con sencillez total, aquella plegaria del ciego de Jericó: “Maestro, que  vea". Sólo entonces estamos caminando hacia Dios[1]. En realidad el pecado mas grande con el que vivimos los cristianos es no abrir los ojos. Dice un proverbio judío que «lo último que  ve el pez es el agua». Así somos nosotros. Como peces que no ven el agua en que nadan.  Como pájaros que no ven el aire en que vuelan. Nos movemos y vivimos en Dios, pero no lo  vemos[2]. Dios es simple y lo hemos hecho complicado. Es cercano a cada uno de nosotros, y lo imaginamos en un mundo extraño y lejano. Queremos comprobar su existencia con  argumentos y no saboreamos su gracia. Nos alegra saber que Einstein y otros científicos han defendido que existe, pero no sabemos disfrutar de su presencia silenciosa en nuestras vidas. No se trata de hacer gala de una fe grande y profunda. Lo importante es abrirse con sencillez a la vida y acercarse con confianza al misterio que nos envuelve. Escuchar toda llamada que nos invita a vivir, amar y crear. No vivir tan esclavos de las cosas #Detachment Detenernos por fin un día, bajar en silencio a lo más íntimo de nosotros mismos y atrevernos a decir con  sinceridad: "Señor, que vea". El hombre o la mujer que, después de haber abandonado tantas prácticas y creencias, se atreve a hacer esta oración en su corazón es ya un  verdadero creyente. Y es que querer creer es ya empezar a creer • AE


[1] J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra 1985, p. 239 ss.
[2] Cfr. Hech 17, 28.

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