Necesitamos
que el Señor, igual que como hizo con el sordo del pasaje del evangelio que escuchamos
éste domingo, nos lleve a un lugar apartado y metiendo sus dedos en nuestros
oídos pronuncie esa palabra tan hebrea, tan profunda y tan util: Efetá ¡Ábrete! Llevamos años escuchando
domingo a domingo el evangelio sin lograr que penetre en nosotros y nos empape
con su vigor. Algún que otro tapón debe hacer que nuestros oídos no quieran
oír. Tenemos el tapón de la soberbia, que nos imposibilita ser sencillos como
niños. El (tapón) de la vanidad, que nos impide reconocer lo inútil de dividir a los hombres en importantes y magníficos -a
los que veneramos- y en insignificantes, a los que despreciamos. Tenemos también
el tapón del egoísmo, que nos impide oír lo que el Señor nos dice sobre el amor al
prójimo y el espíritu de servicio que debe caracterizar a los que nos decimos
cristianos. Tenemos el tapón de la violencia: constantemente sacamos la espada
de la vaina y arremetemos sin pensarlo contra quien consideramos nuestro enemigo. Tenemos el tapón de la
avaricia, por el cual cerramos a cal y canto lo que consideramos nuestro y no
lo compartimos con nadie. Y, por este tapón, junto a la hartura y el esplendor
de muchos, aparece la miseria y el hambre. ¡Tenemos tantos y tantos
tapones que impiden que escuchemos la voz del Señor! Cuando abrimos nuestros
sentidos al viento de Dios, las cosas cambian; el profeta lo describe
maravillosamente en la primera de las lecturas: “Cuando la lengua del mudo
cante, y el oído del sordo oiga, y el cojo salte, cuando el hombre se deje
manejar por Dios sin poner obstáculos insalvables al soplo de su espíritu,
brotarán las aguas en el desierto y torrentes en la estepa, el páramo será un
estanque; lo reseco, un manantial”[1].
Necesitamos que nuestro páramo se convierta en estanque y lo reseco en
manantial; pareciera que hombres y mujeres ignoramos todo aquello que no esté relacionado
con nuestras ambiciones. Hoy podríamos pedir una cosa muy particular al Señor en
ésta eucaristía: que repita su milagro, que toque los oídos y las lenguas de
nuestras almas, que realice el prodigio de cambiar nuestros corazones y de superar
nuestros egoísmos, y que nos lleve a escucharle a Él para vivir nuestra vocación de profetas y anunciar al mundo que tenemos un Dio de amor y de misericordia • AE
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