Estanques y manantiales donde podamos beber (XXIII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo B)



Necesitamos que el Señor, igual que como hizo con el sordo del pasaje del evangelio que escuchamos éste domingo, nos lleve a un lugar apartado y metiendo sus dedos en nuestros oídos pronuncie esa palabra tan hebrea, tan profunda y tan util: Efetá ¡Ábrete! Llevamos años escuchando domingo a domingo el evangelio sin lograr que penetre en nosotros y nos empape con su vigor. Algún que otro tapón debe hacer que nuestros oídos no quieran oír. Tenemos el tapón de la soberbia, que nos imposibilita ser sencillos como niños. El (tapón) de la vanidad, que nos impide reconocer lo inútil de dividir a los hombres en importantes y magníficos -a los que veneramos- y en insignificantes, a los que despreciamos. Tenemos también el tapón del egoísmo, que nos impide oír lo que el Señor nos dice sobre el amor al prójimo y el espíritu de servicio que debe caracterizar a los que nos decimos cristianos. Tenemos el tapón de la violencia: constantemente sacamos la espada de la vaina y arremetemos sin pensarlo contra quien consideramos  nuestro enemigo. Tenemos el tapón de la avaricia, por el cual cerramos a cal y canto lo que consideramos nuestro y no lo compartimos con nadie. Y, por este tapón, junto a la hartura y el esplendor de muchos, aparece la miseria y el hambre. ¡Tenemos tantos y tantos tapones que impiden que escuchemos la voz del Señor! Cuando abrimos nuestros sentidos al viento de Dios, las cosas cambian; el profeta lo describe maravillosamente en la primera de las lecturas: “Cuando la lengua del mudo cante, y el oído del sordo oiga, y el cojo salte, cuando el hombre se deje manejar por Dios sin poner obstáculos insalvables al soplo de su espíritu, brotarán las aguas en el desierto y torrentes en la estepa, el páramo será un estanque; lo reseco, un manantial”[1]. Necesitamos que nuestro páramo se convierta en estanque y lo reseco en manantial; pareciera que hombres y mujeres ignoramos todo aquello que no esté relacionado con nuestras ambiciones. Hoy podríamos pedir una cosa muy particular al Señor en ésta eucaristía: que repita su milagro, que toque los oídos y las lenguas de nuestras almas, que realice el prodigio de cambiar nuestros corazones y de superar nuestros egoísmos, y que nos lleve a escucharle a Él para vivir nuestra vocación de profetas y anunciar al mundo que tenemos un Dio de amor y de misericordia • AE


[1] Cfr. Is 35, 4-7a.

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