El oro y el oropel, la verdad y la mentira (La Natividad de San Juan Bautista, 2018)



Pietre de Grebber, Juan el Bautista delante de Herodes
óleo sobre tela, colección permamente del Palais des Beaux-Arts de Lille (Francia)
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El nacimiento de Juan el Bautista está rodeado de luz y de alegría, incluso de algunos hechos singulares y hasta insólitos. Zacarías e Isabel, sin ponerse de acuerdo y por separado, presintieron que su nombre era Juan. A Zacarías le volvió el habla cuando lo escribió en aquellas tablillas y el niño saltó de gozo y estuvo santificado desde el mismísimo seno de Isabel. Por si todo lo anterior suena a poco, ambos reciben la visita de la madre del Señor. Este domingo celebramos la Natividad de Juan, el bautista, el precursor, el pariente del Señor. Celebramos a un hombre que fue tan fiel a su vocación que, por realizarla, dio la vida. Por eso dedicamos otro día a celebrar su martirio. Juan no fue un niño mimado sino que se despojó –como el Señor- de su rango, y vivió en la austera soledad del desierto, dedicando su vida a la predicación y a enseñar a distinguir el oro del oropel, la verdad de la mentira, a señalar el camino de Jesús, el Cordero de Dios. Isaías lo había predicho: A ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo. Juan lo hizo muy bien. Lo hizo tan bien, que le cortaron la cabeza y se la entregaron a una bailarina en una bandeja. Y es que a los hombres nos desconcierta la verdad cuando llega de frente y sin filtros, antes de que nos deslumbre, somos capaces de cortarle la cabeza. Cuando Juan fue decapitado en realidad fue libre ¡Libérrimo! La verdad os hará libres, había dicho Jesús. El nacimiento de Juan fue regalo y su vida un gran esfuerzo personal. Las dos caras de una misma vocación. También nosotros hemos sido muy privilegiados: recibimos el don de la fe cristiana por el Bautismo y podernos acercar cuantas veces queramos a recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero debemos ir más allá. Como el bautista, hemos de allanar caminos, de enderezar sendas, de ser profetas del Altísimo, de ser una voz que clame en el desierto de nuestras ciudades, tan ruidosas y ajetreadas. No nos basta con saltar de gozo en el seno de la Iglesia. Tenemos que salir. A extender nuestro dedo y señalar los caminos por los que pasa el Señor. La Natividad de Juan nos recuerda que también nosotros somos unos bien nacidos • AE

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