Un fuego y un viento que remueve (Solemnidad de Pentecostés 2018)


El tiempo ha ido pasando y llegó el calor. Vivimos con más sol, con el verano que está a la vuelta de la esquina, con los campos que tienen un color distinto, el del momento de la cosecha, como para hacernos comprender mejor que el grano caído en tierra ha dado verdaderamente mucho fruto. Y justo esto es lo que celebramos hoy: el fruto exuberante que ha producido ese grano enterrado y muerto. Jesús es ese grano, esa semilla que aceptó deshacerse, desaparecer bajo tierra, vivir la incertidumbre de la muerte, llegar a ser, en definitiva, un pobre condenado a muerte abandonado de todos. Y aquella semilla enterrada dió un gran fruto: la Pascua, lo que hemos celebrado en estos cincuenta días que hoy terminan. Jesús vive y vive para siempre. Y vive en cada uno de nosotros, y vive en cada comunidad que cree en él; vive en todos los hombres, en cada fruto nuevo de amor que cualquier hombre haga florecer en este mundo, y en cada nuevo progreso solidario que los hombres seamos capaces de levantar. Nosotros somos este fruto. Jesús vive, la semilla ha dado fruto. Vive en los creyentes, en la Iglesia, para que sigamos siendo testigos de la buena noticia. Vive en los sacramentos que nos reúnen: en el sacramento del agua del bautismo que nos renueva, en el sacramento del pan y el vino de la Eucaristía que nos alimenta. Y vive en la humanidad entera y en toda la creación para conducirla hacia su Reino. Pero esta vida de Jesús en nosotros, en la Iglesia, en la humanidad, no es sólo como un recuerdo que tenemos, como el recuerdo de un gran personaje para seguir sus ejemplos. No es sólo eso, es mucho más. Esta vida de Jesús se ha metido dentro de nosotros y nos ha cambiado. El fruto que ha dado la muerte de Jesús es -¡debería ser!- como un fuego que arde en nosotros, como un viento impetuoso que nos remueve, una llamada a ir siempre adelante, a no detenernos, a no temer, a mantener firme la decisión de seguirle, a trabajar por ese mundo nuevo y distinto que él nos anunció. Lo escuchamos en la primera de las lecturas: en cuanto recibieron el Espíritu, los apóstoles salieron a la calle. Hoy por hoy, en algunos momentos de la vida de la Iglesia hemos perdido el impulso que Juan XXIII y el Concilio nos contagiaron, y tenemos una tendencia a encerrarnos en lo que vamos haciendo en lugar de preguntarnos qué debemos hacer para seguir siendo testigos de la Buena Noticia de Jesús. Hoy que celebramos Pentecostés (y los dieciocho años de sacerdocio de quien ésto escribe) abramonos al Espíritu de Jesucristo, y que Él nos renueve. Que en esta Iglesia y en este mundo a veces tristes, seamos -queramos ser- testimonio de esperanza. Y que la Eucaristía que vamos a celebrar nos una, una vez más, con Jesucristo muerto y resucitado que nos alimenta y acompaña, para que el grano de trigo dé todo su fruto • AE

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