el Pan que partimos y compartimos.


La celebración de la fiesta del santísimo Cuerpo y Sangre del Señor –Corpus Christi- vuelve a ofrecernos la oportunidad de reflexionar sobre la Eucaristía, la gran fiesta que nos congrega domingo a domingo y nos hace decir que vivimos en comunión y que recibimos la Comunión sin embargo, somos también un pueblo poco comunitario. Nuestra postura cristiana a veces es individualista y, vamos a ser honestos, con cierto tinte de exclusivismo y de interés privado. A pesar de todo, la Eucaristía es signo de unidad. Incluso en lo humano las comidas, los banquetes, suelen ser la expresión de la unanimidad. En torno a una mesa no es difícil superar todas las particularidades y llegar al mutuo acuerdo. Y así, en torno a la sagrada Mesa, la común participación en la Eucaristía es signo de la unanimidad del pueblo de Dios. Pero la Eucaristía no es sólo un signo, es decir, la expresión feliz de la unidad que ya debe haber, sino que es signo eficaz, o sea, que hace nacer y acrecienta la unión de los cristianos. En torno al altar se edifica y construye la Iglesia de Dios. ¿Qué pasa, pues, que nosotros no acabamos de superar nuestro viejo individualismo? ¿Qué extraño y envejecido mal entorpece la eficacia unificante de la Eucaristía? ¿Por qué la unión simbólica en el templo no tiene realidad al otro lado de las puertas de la iglesia? ¿No es un contrasentido que los que aquí compartimos el mismo Pan, don de Dios, nos neguemos luego a repartir el otro pan, fruto de nuestro sudor, pero también don de Dios? San Pablo, en el fragmento que hemos escuchado en la segunda de las lecturas denuncia esta inexplicable actitud de los cristianos de Corinto: aquella comunidad que comenzó repartiendo el pan material con ocasión de la Eucaristía, había llegado a aprovechar esa misma celebración para hacer ostentación cada cual de sus propias riquezas. Y San Pablo denuncia que en eso no hay nada laudable. Y sí mucho que recriminar. El punto es sencillo: no estamos comulgando bien. Si ya arqueaste la ceja y te revolviste inquieto en la silla, espera un momento. Sigue leyendo. No estoy hablando de las disposiciones exigidas por el derecho: ayuno y pureza de conciencia. Me refiero a algo más sencillo, más profundo, y más elemental también: comulgar es recibir a Cristo; pero no acaparar a Cristo, monopolizar la posesión de Cristo, retener a Cristo para nuestro uso particular. Comulgar es compartir con los hermanos, pero no anecdóticamente en la Misa, sino de verdad y siempre. ¿Por qué somos capaces de recibir a Cristo sacramentado y rehuimos aceptar a Cristo, el mismo Cristo, presente en nuestro prójimo? Cuando comulgamos recibimos a Cristo. Pero no podemos olvidar que la Eucaristía no tendría sentido sacada del contexto de su institución: la noche víspera de la Pasión. Comulgar es recibir a Cristo que se sacrifica por todos los hombres para el perdón de los pecados. Por eso, comulgar es compartir con Cristo su propio sacrificio en servicio a los hombres. Justo por esto resulta incomprensible toda tentativa de pretender comulgar, conformándose sólo con recibir, sin sentirse al mismo tiempo comprometido a dar, a darse en servicio a los hermanos. En menos palabras: No podemos comulgar con Cristo sin comulgar también con los hermanos. Ni tiene sentido compartir el Cuerpo de Cristo si nos cerramos totalmente a compartir con el necesitado nuestros bienes. Si nuevamente te revolviste inquieto en la silla y pensaste “el Fader se nos vuelve comunista”, aqui dejo unas entrañables palabras de monseñor Cámara: «Si le doy de comer a los pobres, me dicen que soy un santo. Pero si pregunto por qué los pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy un comunista»[1]. Celebramos el amor de Dios que muere y se nos da en alimento, para mantenernos unidos a Él, en una misma Iglesia. Por eso es una buena ocasión para reflexionar y examinarse cada cual, de manera que demos a la comunión su debido valor. No el valor que nosotros hayamos podido atribuirle, sino el que el Señor quiso darle: signo eficaz de nuestra unidad AE


[1] Hélder Pessoa Câmara (n. Fortaleza; 7 de febrero de 1909 - m. Recife; 27 de agosto de 1999) fue un sacerdote católico brasileño y posteriormente obispo auxiliar de Río de Janeiro y obispo de Olinda y Recife.

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