La superficie y la profundidad; la luz y la oscuridad


La realidad es que casi siempre nos quedamos en la superficie de las personas, de las cosas y de los acontecimientos, no [vemos] su verdadera y profunda realidad, o dicho con palabras de la Escritura: el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón[1]. El corazón de la vida se nos escapa siempre. Nos creemos muy lúcidos, pero somos ciegos y esta es la peor ceguera: no saber que estamos ciegos. Somos ciegos para ver los acontecimientos. Los contemplamos como algo rutinario. O quizá nos admiramos o sorprendemos, pero de forma pasajera, sin que nos deje huella alguna, somos como esas piedras de rio por las que pasa el agua a rudales pero sin lograr empapar su interior ¿Quién descubre el sentido de cada hecho, de cada historia? ¿Quién se deja tocar por los acontecimientos de cada día, sean grandes o pequeños? ¿Qué veo detrás de cada lágrima? ¿Qué tan viva es mi acción de gracias? Las cosas nos rodean y nos fascinan. Las necesitamos y las adoramos. Son nuestros pequeños grandes ídolos personales. Somos insaciables. Hacemos un fin de lo que es un medio. No vemos en ellas el secreto que encierran. Porque las cosas no son solamente algo para usar, consumir o almacenar, sin embargo las cosas, para el que sabe ver, son una especie de sacramento. «Hay más de Dios que de agua en cada gota de agua» decía Pascal. Se convierten en memorial y signo de presencia ¿Y las personas? Las vemos y las tratamos tan superficialmente que las convertimos en cosas. O en números. Otras veces es un rival a vencer o un enemigo que aplastar. El evangelio de este cuarto domingo de Cuaresma nos cuenta la historia de un ciego de nacimiento, un hombre en el que hay oscuridad total. Sólo de oídas conoce la luz. Sólo por el tacto conoce las cosas. Sólo por la palabra conoce a las personas. Al pasar Jesús vio a un hombre ciego[2]. La iniciativa de la salvación viene de Jesús. El ciego no podía verlo. No es el ciego el que pide la luz. Es la luz la que se ofrece al ciego. La luz que se acerca a las tinieblas. Le untó en los ojos con barro[3]. Algunas veces Jesús nos pone delante nuestros pecados. Extraña medicina. Para curar la ceguera le embarra los ojos al ciego; al que vive en tinieblas, una nueva dosis de oscuridad. Jesús actúa de forma extraña: añade más dolor al enfermo, más fracaso al humillado, más oscuridad al problematizado, y cuando se llega al límite, ahí actúa y se hace presente con todo su amor y su misericordia: cuando Abraham lo da todo por perdido[4], cuando Magdalena llora desesperada ante aquel hortelano[5], cuando Pablo cae por tierra,[6] cuando Agustín se da por vencido[7], cuando alguien palpa el límite de la incapacidad, entonces Dios habla. Este ciego de nacimiento es un ciego maravilloso, podría ser como el patrono de los que buscamos la luz. Sube obstinadamente hacia el misterio de Jesús, sin dejarse asustar por los que saben, y bromeando con ellos cuando los demás tiemblan. Podemos leer una y mil veces el relato sin lograr ver a Jesús. El mismo Juan nos lo avisa desde el comienzo: La luz brilla en la noche, pero la noche no capta la luz[8]. Somos, todos, ese ciego a quien Jesús da ojos para verlo. Quizá hoy podríamos tomar una pequeña decisión: repetir, hasta el final de nuestra vida, aquellas dos palabras –solamente dos- del ciego al volverse a encontrar con Jesús: Creo, Señor[9] • AE



[1] 1 S 16,7.
[2] Jn 9, 1.
[3] Ídem.
[4] Cfr. Gn 22, 10.
[5] Cfr. Jn 20, 11-18.
[6] Cfr. Hch 26, 14.
[7] S. Agustín, Las Confesiones, Libro 7, 10. 18, 27
[8] Jn 1, 5
[9] Ídem. 

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