Camino del Tabor


Autor anónimo, icono con la Transfiguración del Señor, (s. xviii), 
tempera sobre madrera (124x91x1,5), Iglesia de San Paraskieva, Sofía (Bulgaria)
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Para llegar al Monte Santo, hemos de poner atención a unas palabras. Pocas. Sal. Dispuesto siempre a cortar ataduras, sordo a los cantos de la sirena, sin pactar con el cansancio ni volver la vista atrás, fijos los ojos en Jesús[1], verdadero Monte Santo y meta de nuestra peregrinación. Por tanto sacudamos todo lastre y corramos con fortaleza[2]. Sal de tu tierra y de tu casa, de todo aquello que te es tan conocido y tan querido. Sal también de tu templo, de tus costumbres religiosas, de tus seguridades ideológicas, de tus relaciones mágicas. Sal, porque la fe es un éxodo permanente. Sube. Siempre puedes superarte. ¡Qué satisfacción escalar esa dificultad montañosa que se resiste a tu conquista!: ese servicio, ese compromiso, esa verdad, esa libertad, esa obediencia, esa oración, ese perdón, esa enfermedad, ese desprendimiento... Pero puedes. ¡Cuánto se puede cuando no se puede más! ¡Sube a la verdad más plena, a la fe más pura, al amor más grande, al desprendimiento más radical! Escucha. Pedro hablaba demasiado, sin saber lo que decía. Como nosotros, casi siempre. Hay que hacer silencio. Y después escuchar las señales de la historia, o los gritos de los hermanos, o la palabra de Dios. Baja. Porque no se puede estar siempre en la cumbre[3]. Debes volver a los hermanos que caminan y que sufren, y compartir el pan, la luz y la sal con ellos • AE

[1] Cfr Hb. 12, 2
[2] Cfr. Idem, v. 1
[3] Caritas, La  más urgente reconverión, Cuaresma, 1984, p. 28

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