Pregunta desnuda; directo al corazón


G. F. Barbieri (Guercino), Cristo con la mujer sorprendida en adulterio (1621), 
óleo sobre tela, Galería Dulwich.

Una de las preguntas desnudas del evangelio (sic) es la que le hace Jesús a la mujer sorprendida en adulterio: ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?[1]. A quien le gusta acusar, embriagándose con los defectos de los demás, cree que salva la verdad lapidando a quienes se equivocan. Pero de este modo nacen las guerras, se generan conflictos entre las naciones y entre las persona. El nombre de aquella mujer no nos fue revelado porque representa a todos. Los fariseos de todas las épocas colocan-¡colocamos!- el pecado en el centro de la relación con Dios, pero la Escritura no es un ídolo o un tótem, es decir, exige inteligencia y corazón. Los poderes que no dudan en usar a una vida humana y a la religión ponen a Dios contra el hombre. Y así llegamos a la tragedia del integrismo el fanatismo, la cerrazón de corazón y el humillar y hasta matar a quien se equivoca o incluso quien no piensa como nosotros. El Señor tiene poca paciencia con los hipócritas, los que llevan máscaras, los que tienen un corazón doble, los comediantes de la fe; los acusadores y a los jueces. El genio del cristianismo está, en cambio, en el abrazo entre Dios y el hombre: materia y espíritu se encuentran. Por eso la enfermedad que Jesús más teme y combate es el corazón de piedra de los hipócritas[2], que maltratan a una persona culpable o inocente, con las piedras o con el poder, negando la presencia de Dios que vive en esa persona. En este momento de la vida del Señor vemos aquello que siglos después escribiría San Ambrosio: Donde hay misericordia allí está Dios; donde hay rigor y severidad quizá estén los ministros de Dios, pero Dios no está ahí. El Señor se levanta ante la adúltera, como se levanta ante una persona esperada e importante. Se levanta para estarle cerca y le habla. Nadie le había hablado antes. Su historia, su íntimo tormento no interesaban a nadie. En cambio Jesús toma con cuidado lo íntimo de su alma; a él no le interesa el remordimiento, sino la sinceridad del corazón. Su perdón es sin condiciones, sin cláusulas, sin “oye, y cuidadín con…”. Con su perdón rompe la cadena ligada a la idea de un Dios que condena y al que le gusta la venganza, justificando la violencia. El núcleo del relato no es el pecado que hay que condenar o perdonar. En el centro no está ahí, en el mal, sino en un Dios más grande que nuestro corazón; un Dios que no vuelve banal la culpa, sino que hace que el hombre vuelva a partir desde donde se ha detenido. El Señor con su amor y su misericordia nos abre senderos, vuelve a ponernos sobre el camino justo, ayudándonos a dar un paso hacia adelante. Vete y de ahora en adelante no peques más. Son las palabras que bastan para cambiar una vida. Lo que está detrás ya no importa. Es el futuro lo que cuenta ahora. El posible bien del mañana cuenta más que el mal de ayer. Tal cual. Dios perdona no como un desmemoriado, sino como un liberador. Las palabras de Jesús y sus gestos rompen el esquema buenos-malos, culpables-inocentes, puros-sucios. Jesús con su misericordia nos conduce más allá de los preceptos éticos o jurídicos y a nuestros ojos, ven rápidamente el pecado nos invita a que veamos el sol, y es que la luz es más importante que la oscuridad, el trigo vale más que la cizaña, el bien pesa más que el mal. Mucho más •



[1] Jn 8, 10
[2] Cfr. Eze 36, 26. 

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