Honores y glorias ¿a nosotros?



Hace cuatro y medio siglos que María Santísima nos hizo un don: nos visitó en una mañana inolvidable. Nuestro suelo se estremeció de respeto y de amor, el aroma de las rosas del milagro embalsamó el ambiente, las estrellas del cielo tuvieron cintilaciones misteriosas y el esplandor de la hermosura de la Virgen llenó de luz el Continente Americano. Y la voz de María, dulce como una caricia maternal, profunda como un eco de la voz divina, resonó en nuestro suelo y nos dijo palabras de amor; nos dijo "pequeñitos y delicados"; declaró que "era nuestra Madre"; nos brindó sus ternuras y su regazo, y dijo que allí, en él, viviríamos siempre, y que no necesitaríamos de otra cosa... En aquella mañana radiante, la Patria mexicana en germen pudo decir: "¿de dónde a mí este honor y esta gloria, que la Madre de Dios venga a mí?". Y vino de una manera singular, dulce y maravillosa, Ella, la evangelizadora perfecta y la que nos trajo a Jesús, al Jesús de la Paz y al Jesús de la lucha, al Jesús del dolor y al Jesús de la gloria, y, siempre, al Jesús del Amor. Su visita no fue fugaz; no vino y se fue, ¡se quedó con nosotros! ¿Sabemos lo que entraña el misterio de su visita? Un mensaje de amor de la Madre divina; un templo que surge por la magia de su voz celestial; una fuente de gracias copiosísimas que brota de la Colina del Tepeyac. Y estas tres cosas simbolizadas y perpetuadas en esa Imagen: que es la urna de nuestros recuerdos, el centro de nuestras esperanzas, la dicha de nuestro corazón Mons. Luis María Martínez, Arzobispo Primado de México, trigésimo segundo sucesor de Fray Juan de Zumárraga y custodio de la venerada imagen de la Virgen de Guadalupe del Tepeyac • AE

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