En la alegre esperanza del Adviento (2015)



Todos esperamos algo. Nuestra existencia humana está signada por la espera. Nos ponemos metas temporales, y las vamos alcanzando y superando, para encontrar entonces nuevos propósitos. Pero el cristiano llena toda su vida de una gozosa expectativa, de una “espera” que, convertida en ESPERANZA, ilumina toda su existencia, hasta darle un sentido trascendente. Es lo que llamamos “escatología”, y que consiste en la expectante espera de la segunda venida de Cristo. El Señor Jesús vino una vez en la plenitud del tiempo, y vendrá de nuevo para consumar la historia, y entonces aparecerá ante nosotros ”un cielo nuevo y una tierra nueva”. Nuestro quehacer cotidiano se sustenta en la confianza que hemos puesto en una promesa. En la certeza que tenemos de que la historia tendrá su final en un juicio de gracia y justicia, de verdad y de amor. Entonces todas las preguntas encontrarán respuesta, y seremos consolados, y nuestros anhelos serán finalmente resueltos. No es esto un motivo para escaparnos de la realidad que nos rodea, para la conformidad o el pesimismo frente a lo que sucede hoy a nuestro alrededor; no supone un cruzarnos de brazos y esperar pasivamente. La nuestra es una “espera activa”, un trabajar para que “venga pronto”, un hacerle presente con nuestras propias obras, “para que el mundo crea”. De ahí el compromiso histórico que tenemos los creyentes para que nuestro mundo sea cada vez más justo, más fraterno, más libre, sin dejarnos arrastrar por “utopías” que con promesas temporales acaban robándole el alma al ser humano. Casi al final del año litúrgico, podemos decir: “Nosotros hemos creído en el amor de Dios y esperamos en él”. No nos asusta el presente, porque sabemos que en él también está Cristo trabajando, y en él nosotros estamos madurando para el momento de la siega. No nos asusta que el mundo no entienda nuestro mensaje, ya el Señor nos habló de persecuciones. Queremos perseverar a pesar de todo, y aun a pesar de nosotros mismos. Queremos ser testigos desde nuestra pobreza y nuestra pequeñez humana, pero también desde nuestros anhelos y nuestros sueños. En ellos Dios nos habla, por ellos su Reino llega a nosotros. Por eso le pedimos, como los apóstoles: ¡Auméntanos la fe! Una gozosa expectativa ha de llenar siempre nuestra vida. “El Señor viene”. Entre tantas esperas humanas, justas también, y necesarias, una “espera” diferente que las envuelve a todas nos permite a nosotros, discípulos de Cristo, mirar más allá y no perder la fuerza ni el ánimo. “No tengan miedo”, nos dice Jesús a cada instante. “Todo esto tiene que pasar”, es parte de la historia humana, de la historia personal de cada uno. Pero, “a los que honran mi nombre, los iluminará un sol de justicia, que lleva la salud en las alas”. Así, pues, “trabajemos con tranquilidad para ganarnos el pan”, que el Señor viene. Su día está cerca, su hora es ahora, y es siempre. No hay porque temerle a ese momento, no hay que asustarse ante los que presagian calamidades sin cuento, todo está en las manos de un Padre que nos ama; sólo el mal teme la llegada del bien. Nuestro anuncio no es amenaza para nadie, no puede serlo, salvo para aquellos que egoístamente buscan sólo su propia ganancia, para quienes, creyéndose dioses, ignoran que Dios es solamente uno. Esta es nuestra fe, es nuestra esperanza, nuestra certeza, nuestra fuerza, nuestra gloria. El Señor llega para regir la tierra con justicia. Está con nosotros. Vendrá de nuevo. Apuremos el final que aguardamos, diciendo, no sólo con palabras, sino con la vida y con la obra: Ven, Señor Jesús • AE

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